Liliana Blum - "Una Lady Macbeth cualquiera"

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Este cuento pertenece al volumen "Un descuido cósmico" de 2023.




Un cadáver. Las perras de Marcela encontraron un cadáver. Se entiende que humano, de lo contrario no sería novedad. Fue por el olor; no había duda. No era extraño que con frecuencia dieran con los restos escondidos de una ardilla o zarigüeya, incluso de un coyote, y se deleitaran en masticar los huesos secos o los pellejos todavía con pelo. Los impulsos católicos, oxidados pero vivos, hicieron que Marcela se persignara sin pensarlo. Miró alrededor, asustada. Luego se calmó: «qué tonta eres, como si el asesino pudiera estar cerca todavía». Como si el estado de descomposición no estuviera tan avanzado. ¿Qué iba a hacer quien lo mató? ¿Meterse en una tienda de campaña al calor de una fogata y esperar durante días para ver quién se topaba con el muerto primero? «Boba», pensó, «no eres más que una boba irredenta».
Caminó de regreso, preguntándose si alguna vez olvidaría aquel hallazgo. Parecía descabellado, ¿quién olvida un cadáver?, pero tampoco se sorprendería si así sucediera. De hecho, lo más alarmante y deprimente de estos últimos años de su vida había sido descubrir su capacidad para olvidar. No recordar cada instante de su matrimonio era algo que agradecía. Quizás el día de la boda era lo único que valía la pena guardar en la memoria: el vestido español y magnífico; las flores perfectas; el cuarteto de cuerdas en la iglesia; la ilusión de toda una vida; las miradas de envidia de las amigas, las reales y las encubiertas. Si supieran. Si pudieran verla ahora.
A Marcela lo que le angustiaba era perder esos pequeños eventos que le daban sentido a su vida: los buenos libros, los momentos de la niñez en los que la felicidad era tangible en algo tan simple como un perro de peluche o mirar el rostro de mamá diciéndole con los labios «te quiero» mientras guisaba en la estufa su comida favorita. Si perdía todo eso, ¿qué le quedaría? Ni siquiera un hogar donde pudiera almacenar recuerdos en forma de tiliches. La casa que construyeron juntos tras casarse por el civil le pertenecía al exmarido y terminó siéndolo en la práctica gracias al abogado de colmillos de jabalí que él había contratado. A ella no le quedó más que moverse de casa en casa, como un cangrejo ermitaño que habita las conchas vacías de otras criaturas del mar. Se sentía perpetuamente descolocada al no tener un lugar propio. A sus cuarenta y pico, con la menopausia y la soledad acechando en cada esquina, había encontrado refugio en esos largos paseos por la sierra con sus perros.
No es que haya sido una decisión hecha en completa libertad, pero al final las cosas se habían reacomodado para bien. Marcela tenía un vecino, perpetuamente iracundo, que odiaba a los perros, no sólo a los de ella, sino a cualquier can, fuese de casa o callejero, estuviera cerca o lejos, fuera ladrador o callado: el hombre detestaba la existencia misma de los Canis familiaris. El tipo, un cabeza de huevo, panzón y con piernas de palito, no tenía empacho en anunciar a los cuatro vientos que iba a liquidar a cualquier perro que se encontrara en su camino. Lo normal hubiera sido tirar de loco a alguien así, pero el día en que decenas de perros aparecieron envenenados en las calles aledañas a las suyas, tanto perros callejeros como los que vivían dentro de las cocheras, Marcela mantuvo a María de las Habichuelas y Fauda Bureka, sus dos sabuesos, bien guardados dentro de la casa, por temor a que el asesino les lanzara algún alimento envenenado. Aterrada ante la posibilidad de perderlos, había desistido de pasear a sus perras con correa por las calles de su colonia, y había comenzado a llevarlas en el carro más lejos, primero a una parte, luego a otra, hasta que descubrió la cercanía y las bondades de la sierra.
Ahora bastaba con subir a los animales al vehículo para, en diez minutos, encontrarse sobre la carretera. Luego de un rato, con la estación de radio sintonizada en Oldies but Goodies y vericueteando detrás de tráileres cargados de troncos gigantes, llegaba a este paraje entre pueblos, lejos de los puestos de gorditas, mezcal, sombreros y artesanías de alacrán. En un golpe de suerte, Marcela había encontrado una brecha que la conducía a un lugar sacado de los cuentos de hadas. El olor de los pinos, agujas, piñas secas en el suelo, la frescura del aire, la ilusión de estar lejos de todo, a pesar de que a unos doscientos metros corriera la carretera con su tráfico mortal, le parecía la perfección.
Pero, ahora, alguien le había arruinado su paraíso personal. Tuvo ganas de olvidar el cadáver: sin ser ninguna experta forense, le quedaba claro que aquel desdichado ser no había tenido una muerte natural ni pacífica. Una visión así tiende a quedarse en uno incluso más que los detalles de una buena novela, por excelente que sea. Marcela no logró impedir que María de las Habichuelas se embarrara el lomo con el cuerpo putrefacto, pero al menos Fauda Bureka sí se salvaría de un baño porque pudo jalarla a tiempo. Nerviosa, como si ella hubiera tenido algo que ver con aquel asesinato, se apresuró para subir a las perras al carro y manejó hasta la casa, intentando no pensar ni vomitar con aquel hedor que, estaba segura, quedaría adherido a los asientos.
¿Qué se hacía en esos casos?, se preguntó más tarde, ya bañada y con una taza de té de jengibre en la mano. ¿No era ella la que decía que el mundo está como está por la pasividad y la indiferencia de la sociedad? Marcela había visto a un hombre muerto a quien alguna familia echaría de menos y habría de vivir por siempre con la incertidumbre en cuanto a lo que le pasó. Peor aún, la muerte no parecía natural. Entonces se trataba de un caso de homicidio que podría quedar impune si Marcela decidía seguir con su vida como si no hubiera visto nada. En este país rara vez se impartía la justicia y eso no estaba en sus manos. En cambio, avisar sobre el cadáver… A medianoche, con el insomnio y la gastritis desatados, marcó el número de emergencias y contó lo que había visto aquella mañana.
Al día siguiente, Marcela intentó tomar una ruta distinta para el paseo perruno, pero al final no pudo resistirse y caminó hasta el lugar. No es que fuera tan buena para orientarse, pero las perras la guiaron sin problema. Para su sorpresa, sólo quedaba el hedor, una mancha oscura sobre la hojarasca y un líquido pútrido que se quedó a dar fe de algo que ya no existía. ¿Dónde estaba el cuerpo? Tomó un palito y removió la viscosidad en el suelo. Reflexionó con tristeza: un día hay algo, los residuos de un acto de violencia, que pudiera ser en defensa propia o por pura maldad y, en veinticuatro horas, desaparecer. Así como así, la historia más cruenta borrada en un instante. Marcela subió a los animales al carro y manejó con una desazón distinta a la del día anterior. De vuelta en la ciudad y antes de volver a casa, se detuvo en un quiosco cerca de la catedral para comprar los periódicos locales en busca de alguna mención. Luego, en la barra de la cocina y frente a una taza de café, la encontró en un diario de formato pequeño y amplio amarillismo: «Señora con sabuesos encuentra muerto mutilado en la sierra; probable ajuste de cuentas entre narcomenudistas». En muchas palabras, la nota explicaba que la policía no tenía idea de lo sucedido y mucho menos alguna pista para dar con el responsable. Trató de no ofenderse por el apelativo de señora, que, aunque debería considerarse de respeto, sonaba más bien a evidencia de su inminente vejez.

*

No es que Marcela hubiera olvidado lo que vio; jamás lo haría. Sólo no esperaba encontrar otro. ¿Cuáles eran las probabilidades de algo así? Con seguridad algún experto de un instituto especializado en Estados Unidos tenía las estadísticas indicadas para responder a su pregunta, pero no cabía duda de que serían muy bajas. Contra todo pronóstico, exactamente un mes después del primer hallazgo, Marcela se topó con un segundo cadáver. Estaba en el mismo sitio, con heridas similares al otro, incluso en una posición parecida, como si alguien los hubiera puesto a dormir bocarriba con delicadeza. La gran diferencia era que el primero había sido un tipo con amplio sobrepeso, y éste, el cuerpo de una mujer joven que lucía un poco más fresco que el otro.
Esta vez ya no se persignó, pero sí inspeccionó los alrededores. «Tonta», pensó más tarde en casa: «¿qué hubieras hecho si te lo encontrabas?». Porque no le quedaba duda de que se trataba de un hombre, y que era el mismo en ambos asesinatos. Son los hombres los que matan, los que violan, los que torturan. Casi siempre. La gran mayoría de las veces. Son los hombres a quienes hay que tenerles miedo. En ese instante, sin embargo, Marcela no tuvo miedo de encontrarse con el asesino, sino de que alguien la confundiera con éste. En ese punto de su vida, lo último que necesitaba era una acusación falsa sobre algo tan serio como dos homicidios.
Decidió entonces regresar, aunque faltaban aún veinte minutos para completar la hora del paseo habitual. Iban rumbo al carro cuando María de las Habichuelas y Fauda Bureka se detuvieron a oler con compulsión un árbol. Ella reparó en aquel tronco pelado; no era un árbol viejo que se estaba descascarando por efecto del clima y del tiempo, sino un árbol pelado por la voluntad y precisión de una navaja. «Voluntad de estilo», solía decir su maestra de literatura sobre los autores. Y allí, grabado en la carne tierna del pobre pino, había dos rayas verticales y paralelas. Sólo dos rayas. Claro, cualquiera las podría haber hecho, aunque había dos personas muertas… Sí, aquello debía ser una mera coincidencia. ¿Por qué si sólo era eso, Marcela sintió un escalofrío que le recorrió la espalda? Por un segundo se sintió observada y, aunque estaba lejos de considerarse en forma, podría jurar que regresó corriendo hasta su carro en un tiempo digno de las olimpiadas.
Por supuesto que no llamó a la policía para avisar del segundo cadáver. Tonta no era. O no tanto. Una cosa era reportar un cuerpo que apareció mientras caminaba inocentemente con sus perras y algo muy distinto era encontrarse uno más, así como así. Ni el más estúpido de los asesinos seriales cometería ese error. No era normal que justo aquello le hubiera sucedido a Marcela, claro que no. Pero los demás no lo verían de otra manera. Por eso en los días que siguieron tomó rutas distintas al inicio de la caminata, pero al regreso no podía resistirse a la idea de pasar por lo que terminó llamando «el lugar», así en comillas en su propia mente… Lo hizo tantas veces que estaba segura de que podría llegar allí con los ojos cerrados o durante la noche. Los senderos en la tierra estaban bien trazados por otros pies que durante años habían pasado por ese tramo. De ahí que no le extrañó que alguien más terminara reportando a la mujer muerta y que la noticia del hallazgo saliera en el periódico local al día siguiente.
Quizá porque era una mujer fue la gran noticia en la ciudad: «Encuentran el cuerpo torturado de una damisela en el mismo lugar de otro asesinato. Se desconoce si hay relación». Un par de días después, una pequeña nota informaba que los estudios forenses apuntaban a que ambos cadáveres tenían una diferencia exacta de un mes, a juzgar por el grado de descomposición. Marcela tenía el periódico abierto sobre la mesa de la cocina y tras leer lo último, levantó la mirada hacia el calendario de la pared, que mostraba la foto de unas ovejas tupidas de lana en una campiña de Nueva Zelanda. Se mordió los labios: si ella había encontrado el cadáver fresco de la mujer el 30 de mayo y junio estaba a punto de terminar. ¿Sería posible…?

*

El número tres estaba a cuatro kilómetros de los otros dos, por una de las rutas que Marcela usaba justo para evitar pasar por allí. En esta ocasión se trataba de un hombre joven sin camisa; su piel era un catálogo viviente, bueno, más bien un catálogo muerto, de todos los errores que se pueden cometer con tinta, dinero y poco juicio. No parecía podrido por completo, pero ya empezaba a oler. Miró a su alrededor, como ya se le había hecho costumbre. Por suerte, esta vez también estaba sola. Se acuclilló ante el hombre muerto, sus dos rodillas tronando penosamente. Las perras ya lo estaban olisqueando: ella extendió la mano para tocarlo. Se sentía apenas frío, como lo estaría una lata de aluminio bajo la sombra. La disonancia cognitiva que resultó al posar sus dedos sobre algo que lucía como un brazo humano, con piel, pero sin el río tibio de vida que fluye por debajo, le resultó perturbadora.
Marcela se puso de pie: ahora tendría que revisar el tronco del árbol. Tardó poco más de una hora, pero lo encontró al fin. Le llamó la atención un círculo de piedras en el suelo con los residuos de una fogata, un par de botellas de vidrio ambarino y unos huesos que María de las Habichuelas y Fauda Bureka se apresuraron a roer. Pensó en el asesino. Sí, tenía que ser un hombre. Lo imaginó con el cuerpo cansado, los músculos satisfechos de trabajar, porque matar a alguien sin duda era algo que suponía un duro esfuerzo. Lo pudo visualizar asando carne sobre el fuego, bebiéndose dos cervezas y, finalmente, levantándose para marcar el tronco con una línea más. Porque sí, ahora había tres líneas. Y Marcela no necesitaba ser detective forense de una teleserie norteamericana para adivinar que en un mes habría otro cadáver y su respectiva muesca en el árbol.
Se sentó arriba de una de las piedras y se mordió las uñas, como cuando pensaba con intensidad o estaba ansiosa. Las tres personas asesinadas no se apegaban a un perfil definido de víctima: distintos sexos, edades diferentes. Sólo coincidían en el sitio donde sus cuerpos fueron desechados. Marcela regresó al carro con sus sabuesos. Sacó una libreta y un bolígrafo de la guantera, y escribió:
No sé cómo los elijas; quizá se lo buscaron. Yo creo que hay gente que no merece vivir. Sé que esto debe sonar a que soy un monstruo, pero así es. Tengo un vecino, por ejemplo, que ha envenenado a muchos perros callejeros y también a los perros de otros vecinos sólo porque sí, porque odia los ladridos y las cacas en la calle. Como si la calle no estuviera llena de basura que tiran los humanos también; o como si no fuera la culpa de los dueños; o como si los pobres callejeros pudieran recoger su propia mierda. Estoy segura de que fue él.
Varias veces nos había amenazado con matar a nuestras mascotas, y un día lo cumplió. No te lo podrías imaginar: decenas de perros agonizando en el suelo, el hocico espumeante de dolor y gemidos. Lo denuncié, pero en el Ministerio Público se rieron de mí y no hicieron nada, como pasa siempre en este país, ya lo sé. El mataperros se llama Marco del Huerto y ésta es su dirección…

Marcela pensó en firmar con sus iniciales, pero decidió que era una mala idea. Sólo puso una M cursiva en la parte inferior. Volvió al tronco y atoró la nota en la corteza. Se aseguró de que no fuera a caerse, y luego se alejó con la misma emoción con la que de niña tocaba los timbres de las casas y se echaba a correr con su mejor amiga, muriéndose de la risa.
Fue difícil pasar el resto del mes: todos los días en el paseo perruno peinaba la zona de los tres cadáveres, sin encontrar nada fuera de lugar. «Era normal», pensó, «el asesino llevaba un calendario riguroso y, por alguna razón, una corazonada, tal vez». Marcela estaba segura de que no mataría antes de tiempo. Y así, los días se arrastraban con lentitud. Durante esas semanas, vio muchas películas, leyó varios libros, practicó yoga y se vio con varias amigas para tomar café. Hiciera lo que hiciera los días transcurrían con la parsimonia de una oruga, pero como decía su abuelo José, a cada toro le llega su san Fermín y el día llegó por fin vestido de un sábado lleno de sol.
Contra todas sus expectativas, esa mañana no encontró ningún cadáver durante el paseo. El alma se le fue a los pies. Marcela se preguntó en qué se había convertido. ¿Qué persona normal espera con ansias un asesinato? Era un juego, se consoló. No había prueba real de que las marcas en el árbol hubieran sido hechas por el mismo asesino. Bien podría tratarse de un puberto idiota que estuviera contando el número de chicas que se había llevado a la cama. Es más, ni siquiera podía saberse si los tres homicidios eran obra del mismo hombre, o de varios. Sucedía además que la sierra era un lugar conveniente para disponer de un cuerpo, en particular para los miembros del crimen organizado. Y en el hipotético caso de que efectivamente existiera un asesino serial que llevara sus cuentas en un tronco, no había garantía de que leyera la nota, o de que fuera a hacerle caso a la sugerencia de Marcela. Volvió a casa, se bañó y, aunque era temprano, se bebió una botella entera de vino tinto frente a la televisión hasta que se quedó dormida.

*

El cuarto cadáver apareció en la zona desértica del estado, muy lejos de la sierra y de los territorios muy familiares ahora para Marcela. Vio la noticia en la portada del periódico amarillista: «Encuentran al excéntrico poeta Marco Antonio del Huerto a la entrada del albergue para perros Huellitas de Amor. Su cuerpo mostraba signos de tortura». La distancia geográfica del nuevo hallazgo con respecto a los demás hizo que la policía estuviera segura de que no había relación alguna entre los cuatro asesinatos. Pero cuando Marcela acudió al día siguiente al árbol de las marcas, no sólo se encontró con cuatro líneas verticales, sino con una nota escrita en perfecta caligrafía:
Hecho está. ¿Alguna otra complacencia?
Escondió la nota en el espacio entre sus pechos, como las señoras que se guardan el monedero en el sostén, y se alejó del árbol lo más que pudo. Terminó el paseo sin saber de dónde sacó las fuerzas, y cuando tomó el volante y encendió el carro, notó que sus manos le temblaban. No sabía si era por el miedo o por la emoción. Ya de vuelta en su casa, volvió a leer la notita y la puso entre las páginas de The Tommyknockers, un libro de bolsillo en pésimas condiciones que compró de segunda o quinta mano en un bazar. Pasó el resto de la tarde considerando poner otro papelito en el árbol. Se acordó del Camarón, el maestro de deportes en la secundaria. Le decían así por el color de su piel: un hombre blanco que pasaba gran parte de su vida bajo el sol y tan macho que pensaba que el protector solar o las gorras eran para los débiles.
Marcela se recostó sobre el sofá frente a la televisión y cerró los ojos. Hacía tanto de aquellos años de la secundaria: con la falda del uniforme arremangada en la cintura y las calcetas enrolladas en los tobillos, como si los muslos y las pantorrillas le fueran a cambiar la vida. Y muchas veces así era, un cambio, sí, muy radical, pero no el que una se imagina a los catorce o a los quince. «Qué cruel que la gente se refiera a esta etapa como la edad de las ilusiones», pensó reacomodándose porque le dolía la espalda. Qué ciego y qué poderoso era el impulso de las hormonas. Cada año había al menos un embarazo entre sus compañeras, y la chica en cuestión dejaba de asistir a clases una vez que se hacía evidente su estado.
Aunque ellas en sus fantasías quisieran atraer a un chico guapo como los de las boy bands, las piernas de las niñas entrando a la pubertad funcionan como la sangre en el agua con los tiburones alrededor y, en aquel colegio de monjas para niñas de clase media baja, el Camarón era el escualo alfa sólo por ser el único hombre en el colegio, a menos que uno contara al intendente, un viejo taciturno que era casi como un fantasma. Durante los recreos, el Camarón cuidaba a las niñas y a las adolescentes mientras jugaban; su cara adoptaba un gesto que Marcela no entendía entonces, pero que más tarde asociaría con la lascivia de los pedófilos, el raboverdismo de los machos de la especie humana. En clase de deportes parecía obligatorio que él les rozara las nalgas o los pechos incipientes por error o, bien, que las tocara de manera abierta tratando de demostrar una posición de vóleibol o atletismo. ¿Y cómo sabía una niña que aquello no era normal, que no lo hacían todos los maestros de deporte tratando de mostrarles a sus alumnos cómo se hacían las cosas? «Los finales de los ochenta, qué tiempos», pensó y recordó cómo las alumnas más grandes sabían que por temporadas el Camarón tenía la costumbre de adoptar a una estudiante favorita a la que invitaba a su cubículo para que le ayudara a ordenar sus cosas. El cubículo: el nombre dignificado de un almacén diminuto en donde se guardaba la red para el vóleibol, conos anaranjados para la clase de atletismo, los balones para todas las disciplinas y donde el maestro de deportes tenía un escritorio, una silla vieja y los desechos de las oficinas administrativas.
Marcela había sido una de esas favoritas. Evocó al Camarón acercándose a ella, el miembro turgente y más que visible debajo de los pants, como un parásito de película de terror. Se estremeció al recordar y se levantó para caminar por la casa, como si cada paso pudiese exorcizar el asco y el terror de esas imágenes. Jamás se le ocurrió contarles lo que pasaba a su madre o a las monjas. Sentía culpa, vergüenza y le aterraba la posibilidad de que nadie le creyera. A pesar de que se trataba de un secreto a voces entre las estudiantes, todas lo tomaban con la resignación de las vacas que cruzan un río infestado de pirañas a sabiendas de que alguna será sacrificada para que el resto del rebaño pueda pasar.
Después de un rato, se decidió a escribir la nota con el nombre completo de aquel maestro de deportes, aclarando que no sabía si aún seguía vivo. Decía que la historia era muy larga para resumirla en una pequeña hoja de papel, que más bien era tema para una larga conversación de café, pero bastaba con saber que al tipo le gustaba tocar a las niñas. Al día siguiente llevó una engrapadora al paseo perruno y pegó la nota en el árbol. Besó las yemas de sus dos dedos y luego los posó sobre el papel, como un judío con la mezuzá. Terminó la caminata con ligereza en los pies y anticipación en el alma.
El resto del mes se le antojó eterno. ¿Cómo harían para no desesperar aquellas mujeres en tiempos de guerra, que mandaban cartas de un continente a otro y debían esperar pacientes por una respuesta que podía tomar semanas? Marcela se dedicó a hacer ejercicio, a pasear a las perras y a revisar todos los diarios de punta a punta, aunque estaba segura de que los muertos del Hombre del Árbol eran tan especiales que ella podría distinguirlos del resto de los decesos reportados en las noticias. Tenía la certeza de que no aparecería un nuevo cadáver hasta que transcurriera el mes; mientras tanto, tuvo que ver apuñalados en crímenes de pasión, muertos en accidentes automovilísticos, ataques cardíacos fulminantes a mitad de la calle, suicidios diversos y niños ahogados por meterse a nadar a la presa.
El mismo día en que se cumpliría el mes, un par de monjas jóvenes que salieron a barrer las banquetas del colegio a las seis de la mañana se encontraron con el cuerpo bastante maltratado de un hombre que había trabajado como maestro de deportes allí mismo unos treinta años atrás. Desde luego no podían saber aquello cuando lo vieron y se alejaron gritando con las escobas en alto. Lo que vieron fue el cuerpo sin vida de un viejo de piel rojiza y arrugada, con la cartera intacta, con dinero y credencial para votar, de modo que la policía no tuvo problemas para identificarlo. La nota en el periódico provocó que Marcela soltara la taza del café e hiciera un desastre en la cocina. Las perras se escondieron debajo de la cama. Una parte de ella esperaba que esto fuera a pasar, pero otra lo dudaba, e incluso tenía miedo de que en verdad sucediera. Aquello se sentía como hacerte amiga de un genio que cumplía deseos. Bueno, no todos, sólo los de venganza y muerte.
Ese hombre que la hacía de genio era un asesino y de manera indirecta ella se había convertido en una asesina también. No, en algo peor; ahora era como esos políticos que mandan a los soldados —no olvidemos que los soldados siempre son los hijos de alguien— a morir en el frente o, bien, a llevar la muerte de otros sobre sus conciencias. Sísifos para la eternidad, quedar mutilados o traumatizados hasta el último de sus días, si es que llegaban a salir vivos del combate, mientras ellos, los políticos y sus familias, permanecían seguros y ajenos a la masacre que sus ideologías y ambiciones provocaban. Así Marcela, deseándole la muerte a alguien, pero sin ensuciarse las manos. Una Lady Macbeth cualquiera.
Tuvo entonces el impulso infantil —y severamente católico— de correr a confesarlo todo a un sacerdote y no volver a pasear a sus perras nunca más por la sierra. Pero, al final, le ganó la curiosidad gatuna de consultar el tronco y la madera no la desilusionó: ahora mostraba una quinta raya atravesando las otras cuatro de forma diagonal. Había una nota pegada con una tachuela: «Servida, señorita. El Camarón tenía muchas fotos en su casa. Fue en verdad satisfactorio arrancar esa maleza. Nunca es demasiado tarde. ¿Algún otro pedido?».
Una idea fulgurosa atravesó el cerebro de Marcela: no había nadie que se mereciera más la muerte que el sátrapa que gobernaba el país desde un palacio virreinal. Tantas muertes, tantos asesinatos, tanto sufrimiento humano evitable, tanta pobreza por su causa. El cinismo de su sonrisa burlona, esa voz que le causaba náuseas y un malestar físico general. Todas las mentiras, acusaciones infundadas contra sus enemigos políticos; la forma en la que usaba el poder completo del Estado en contra de sus críticos; la militarización; su franca colusión con el crimen organizado y la devastación de la economía e instituciones democráticas. ¿Sería mucho pedir para ese buen samaritano que arrancaba las malezas humanas? Esta petición ya era palabras mayores. El objetivo no era una simple plaga de jardín: era un trífido rabioso de poder y maldad.
Marcela sacó su bloc de notas, mordió la punta del bolígrafo, y ensayó en su mente la mejor redacción para su propuesta. Sería la última. Si la cumplía, el mundo sería un mejor lugar para varios millones de personas. Con letra perfecta escribió el nombre del dictador y agregó al final: «Después de esto, te invito a un café, te invito al cine, te invito a mi casa, te invito a donde tú quieras».
Al colocar el papel sobre la corteza y sujetarlo con una tachuela, notó que estaba naciendo una ramita tierna y verde, en el mismo sitio en donde acostumbraban a dejarse los mensajes. Marcela respiró el aire de los pinos y se sintió rejuvenecida, audaz. Quizá no estaría tan mal si olvidaba una parte de su pasado: aún había tiempo de forjar nuevos recuerdos.

Valeria Luiselli - "Fictio legis"

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Novelista, cuentista y ensayista mexicana.
El cuento fue publicado en la antología realizada por Daniel Saldaña "Un nuevo modo. Antología de narrativa mexicana actual" de 2012.


El jurista romano Modestino describe el matrimonio como la unión eterna entre varón y hembra, fincado en la ley divina y humana. Fastuosas dádivas de la familia de la hembra acompañan obligatoriamente el festejo de la alianza. Sin embargo, según la ley promulgada por César Augusto, si la hembra se enlazara con un eunuco, la familia de ésta queda exenta de la gravosa dote. En la opinión del padre de la mujer de Tachi, el varón que usurpó la divina joya de su corona era precisamente un eunuco. En sus propias palabras: Un pinche mayate. Pero en realidad Tachi es nomás pálido, bajo de estatura, y un poco melancólico.
Lo veo entrar al avión y noto con cierta ansiedad la i griega de una vena azul -que brota-generosa de sangre aristocrática a lo largo de su cuello traslúcido, cuando con mucho y vano esfuerzo trata de elevar su mochila para depositarla en el compartimiento superior de “la nave”, en lenguaje aeronáutico, o “arribita”, a decir de su mujer, que a su vez tiene que entrar al quite y ayudar con los bártulos: Tachi, ¿por qué siempre te traes tantos chunches?
La pareja se sienta directamente detrás de nosotros. Chascan -casi simultáneas-las cuatro hebillas metálicas. Chasca una quinta hebilla de un pasajero sentado en el asiento opuesto al de ella, del otro lado del pasillo.
Apenas pasa por última vez la aeromoza -una sevillana autoritaria, un poco pasada de peso y definitivamente demasiado madura de edad para usar frenos con ligas rosas-me desabrocho el cinturón y me echo encima la cobijita.
¿En México se le dice frazada a la cobijita esta? -le pregunto a mi marido.
Se le dice cobijita de avión -responde.
La azafata sevillana anuncia la inminente salida del vuelo. Serán 11 horas con 55 minutos de viaje -está estrictamente prohibido fumar incluso, o sobre todo, en los baños-debemos apagar de inmediato nuestros aparatos electrónicos.
Antes de apagar mi teléfono, entro al Instagram. Los hipsters en el Distrito Federal leen a Allen Ginsberg en ediciones que compraron de segunda mano en Brooklyn, dicen roommates en vez de “compañeros de piso”, tienen luz del verano de 1968 un mundo perpetuado, congelado, convertido en App. Y ya nadie sabe dónde queda afuera y dónde adentro.
El avión avanza pesadamente sobre la pista.
Tachi había tenido un momento de gloria, aprendemos a la hora cero del vuelo, cuando empieza el video pedagógico sobre posibles desastres. A los veintitrés años trabajó durante seis meses en una cabina de radio. Las salidas de emergencia están a ambos lados: derecha, izquierda. No tanto en la cabina de radio como cerca de ella -más afuera que adentro-en “respaldo y producción”, para ser precisos. Es importante colocarle a los niños la máscara de oxígeno después y nunca antes de colocársela uno mismo. Pero en cierta ocasión había entrevistado a un político. No había sido realmente una entrevista - pero casi-asegura Tachi. Sigue el dibujo animado de las resbaladillas amarillas inflables, que siempre han despertado en mí las ganas de que ocurra un desastre imprevisto durante el viaje -un acuatizaje con final feliz. Tachi le había expresado su admiración y el político le había tocado -a cambio-el filo del hombro izquierdo. Este mismo político había sido delegado, diputado, secretario de estado, gobernador de un estado importante y casi-casi candidato presidencial. No se acordaba ahora en cuál estado había sido regente, pero creía -estaba casi seguro-de que era un estado muy próspero, hasta bonito, e importante. Su esposa estuvo de acuerdo, pero tampoco se acordaba del nombre del político y mucho menos del nombre del estado. Se nos desea un feliz viaje.
¿De qué político hablará? -me pregunta al oído mi marido, que entrelee un periódico español en el asiento junto al mío.
No sé -le digo-tal vez de Hank González.
Pobre España -suspira-pasando la página -está casi peor que México.
¿Estás seguro de que no se le dice “frazada”? -vuelvo a insistirle.
En México se le dice “cobijita de avión”.
Me vuelvo a abrochar el cinturón debajo de la cobijita -no vaya a ser que la sevillana vuelva a pasar y me amoneste.
No es que importara el nombre del estado ni el del político, pues quien escucha el relato de Tachi es Hans, un pasajero de unos sesenta y tantos años -juzgando por la aspereza y el aplomo de su voz-que va sentado del otro lado del pasillo, en el primer asiento de la terrible fila de en medio. En esa fila uno no se debería nunca de sentar: si el avión choca y viajas en esa fila es muerte segura; mueres aplastado por los compartimentos superiores abarrotados de chunches -todos lo saben.
Tachi en ventanilla, su mujer a un lado, luego el pasillo, y después un pasajero llamado Hans. Nosotros dos -yo pasillo, él ventana-en los asientos directamente enfrente de la pareja.
Hans confiesa que a él no le interesa el nombre del político en cuestión, pues la política le parece vulgar y procura desde hace unos años no leer los periódicos. Ella está de acuerdo. Pero Hans admite que el actor que nos indica cómo abrocharnos el cinturón podría ser un político priista. Del viejo PRI -precisa Hans-el buen PRI: hombres firmes con cejas pobladas a la española, cejas a la Presidente López Portillo, cejas a la Presidente López Mateos; pero no a la Presidente Enrique Peña Nieto, que no tiene cejas ni Proyecto de Nación. Eso dice Hans, que por poco tiene sentido del humor.
El avión gira pesadamente sobre la coda de la pista -acelera-y como si no pesara -le doy la mano a mi marido-se eleva.
Se presentan formalmente a la hora 0.07: Tachi y Pau. Hans se presenta como suecomexicano, de modo que la impresión tanto de mi marido como mía es que es definitivamente mexicano. La pregunta obligatoria debía haber sido por qué -cómo-era que Tachi se llamaba Tachi. Pero era una pregunta difícil de formular para el suecomexicano, que cada vez mostraba menos interés en Tachi y más en Pau. Mi marido se voltea para decirme:
Así le dicen a los taxis en Barcelona: Tachi.
Me río, le digo que está mal burlarse en estas épocas de los pobres españoles, pero me para en seco:
Es estrictamente cierto, no es broma, así les dicen.
La aeromoza se disculpa en nombre de la aerolínea con los pasajeros del vuelo 401: No sirve nuestro sistema de entretenimiento -repito otra vez, repito-no sirve nuestro sistema de entretenimiento. Sin embargo, nos dice, los pasajeros podrán hacer uso del mapa sincronizado que detallará las actividades del vuelo. Después repite lo mismo -pero en inglés.
A la hora 3.04: Pollo o pasta. Pollo o pasta a las 11.14 AM, hora de España. Altura: 10,400 metros.
Ulpiano precisa que hay una diferencia notable entre los eunucos que han sido castrados y los que nacen sin órganos reproductivos. En el primer caso, la ley se sostiene: la familia de la hembra está exenta de la dote. En el segundo, sin embargo, no. El eunuco de nacimiento tiene un derecho irrevocable a la dote.
El caso -como nos enteramos más tarde por un comentario de la mujer de Tachi, que a las 12.47 PM hora de España, hora 4.37 de vuelo, está bebiendo su tercera copa plástica de vino-era que él y ella se acababan de casar, y que el papá de ella no les había regalado nada, ni siquiera una ayuda para montar la casa conyugal. Tenían un departamento en la calle Platón, casi esquina con Ejército Nacional. Y ahora, en parte por culpa del padre, estaban pasando aceite y escatimando en detalles importantes de las reformas de la casa. No hace falta repetir las palabras exactas que usó la mujer de Tachi para decir apenas eso: escatimar. Por esa razón no sabían qué hacer con la cocina. Ahí, el motivo del viaje a España. Hora 4.55. Ella quería una cocina prediseñada, para ahorrar un poco, pero él, Tachi, prefería una cocina hecha a la medida de las necesidades de la futura familia. Por eso habían viajado a España: había IKEA y ella quería “conocer a las cocinas en persona”. También, porque tenían millas y tenían amigos en Madrid.
El suecomexicano, que confiesa no haber terminado ninguna licenciatura, es, decididamente, un experto en historia del diseño. La primera cocina prediseñada, le dice en complicidad a la esposa de Tachi, fue inventada por una mujer brillante: Margarete Schütte-Lihotzky. Juzgando por cómo pronuncia aquél nombre, es claro que Hans habla bien el alemán. Mi marido me mira con un puchero y los ojos entornados hacia arriba –yo le pellizco el hombro, acusando recibo de ese gesto que conozco tan bien y que significa: No me podría valer más madres. A ella, a la mujer de Tachi, sin embargo, le interesa mucho Margarete Schütte-Lihotzky. Pide más información. Su compañero de fila se la entrega -en torrentes-de un lado del pasillo al otro.
Hans y ella -hora 5.14, hora 5.42 del vuelo.
Bajo la persiana de plástico, estirando el brazo a través del espacio que ocupa el cuerpo de mi marido. La luz resplandeciente del Atlántico subraya el contorno arqueado de la ventana. Una punzada en el ojo derecho me advierte que esa luz es la que me dispara las migrañas. Trato de cerrar los ojos. Mi marido lee –dormita frente al periódico– y Tachi lee también.
Hans le pregunta a Tachi qué lee. Es una novela de acción -dice Tachi-sobre la situación de México. Eso dice: Una novela de acción sobre la actualidad de México. Supongo que en el fondo Tachi tiene algo razón. Las únicas novelas de la actualidad en México son de acción.
Hans, que también es experto en literatura, compara eso que dice Tachi con la obra de Kertész y la obligación de no quedarse callado frente al horror, luego habla del Horror Horror de Conrad. Después, de Dostoievski, Beckett y luego, incluso, de Platón -que por cierto es la calle en donde ella vive-dice Hans, condescendiente.
Ella sabe muy bien quién es Platón: A mí me gustan todos los escritores y filósofos, pero sobre todo Platón. Eso declara. Me gusta sobre todo Platón -alarga la o con esa afectación única de las niñas-bien mexicanas.
Hans nombra y se sabe muchos nombres. Le parece muy bien que los escritores mexicanos, todos, hablen del horror. Es nuestro horror, declara Hans. Es nuestro deber hablar de él con los instrumentos que tenemos. Eso cree Hans. La mujer de Tachi, presumiblemente, asiente y alza las cejas. Pero ninguno de los dos opina. En cuanto ella encuentra un hueco en la conversación -salta, aprovecha-y le pregunta a Hans sobre la relación entre las cocinas de Frankfurt y eso del taylorismo. Eso le había interesado mucho y quisiera saber más al respecto. Tal vez puedan contratar a un maestro albañil que les copie el diseño de las cocinas de Margarete Schütte-Lihotzky, con un ligero upgrade.
Trato de memorizar ese nombre imposible: Margarete Schütte-Lihotzky.
Tal vez haya sido así -como las cocinas de Frankfurt-la cocineta original de nuestro departamento rentado, en el último piso de un edificio en la Avenida Revolución. Es un espacio diminuto esa cocina, y un poco oscuro. Tiene una única ventana que abre hacia una T formada por dos calles perpendiculares, muy estrechas, atiborradas de negocios formales e informales. Más -en cantidad-informales que formales. Eso significa que la calle funciona no como un exterior sino como un interior: un mercado eterno, vertiginoso, techado con lonas rosas y azules, los pisos tapizados de chicles, gargajos, semillas, colillas, uñas, pelo, insectos, monedas de diez centavos, vastos archipiélagos de mierda de perro y rata. Originalmente, cuando las calles que bordean el edificio eran de veras calles, el edificio Ermita tenía la particularidad “porosa” -dice así una guía histórica de la ciudad-de abrir el espacio privado hacia el exterior y viceversa. En la planta baja había farmacias, cafés, negocios. El primer edificio entre funcionalista y decó de la ciudad, el primer proyecto de una clase media plenamente moderna y urbana. Teníamos, tuvieron - todos hemos tenido-un proyecto de felicidad. Nos mudamos ahí recién casados -muy jóvenes-porque un amigo nos había dicho que en ese mismo edificio había vivido Tina Modotti, aunque luego supimos que no era cierto, que Modotti había vivido en una casa colonial a unas cuadras de ahí.
¡Hank González!, grita Tachi. Agónica hora 6.57 del vuelo.
La conversación entre su mujer y Hans acaba de abrir una ventana para el intercambio de correos electrónicos y Tachi ha sentido una punzada de rabia o de terror. Apenas registran el aullido de Tachi -¡Hank González! ¡Así se llamaba el político! -y prefieren seguir deletreando sus direcciones electrónicas. La de ella es eternaduermevela@hotmail.com. La de él -tremendas coincidencias de esta vida a decir de ella-es despiertodormido@hotmail.com.
Sí era Hank González, le digo -suave codazo-a mi esposo. Pero está dormido.
También nos mudamos al Ermita porque ahí se abrió el primer cine sonoro de la ciudad y nos gustaba esa idea: vivir encima de una sala de cine. Había un proyecto ahí. No importaba que en realidad ese cine fuera desde hace veinte años sólo para adultos. Es decir, para cincuentones solos. No importaba, era un cine y eso era lo importante. Era un cine integrado al edificio pero separado estructuralmente de él por una caja de acero: una especie de caja de Schrödinger. Es decir, una caja hipotética -porque mientras cocinamos encima de ese cine, cogen escandalosamente como gatos varios actores y actrices todos a la vez. En realidad ni cogen ni cocinamos: ellos se calientan y nosotros recalentamos -pues en la pornografía no hay lugar para el sexo y en nuestra cocina no hay espacio para una estufa. Tenemos eso sí, un buen microondas.
El año pasado, mientras oíamos las aventuras seriadas del Savage Cowboy -un gringo que latiguea mexicanos a cambio de sus Juanitos (así les llama a sus miembros)- inventamos los huevos benedictinos de tópergüer -o tupperware-según se prefiera. Declaradamente, nos gustan, aunque sean con mayonesa y mi marido opine -ahora-que les pongo demasiada mayonesa.
La mujer de Tachi le sugiere a su nuevo compañero de viaje mostrarle los planos de su casa: tal vez a él se le ocurran mejores soluciones que a ellos, que a su marido en particular, debiera decir, pero por supuesto no lo dice. Mi asiento tiembla ligeramente - asidero momentáneo de la mujer, que ahora se levanta para sacar las maletas de arribita para compartir los planos de la casa con el suecomexicano. Le dice que parece sobre todo sueco y sólo un poco mexicano. Dice: pareces más sueco que mexicano. Luego le pide a su marido intercambiar asiento con Hans, pues va a ser engorroso estudiar los planos de la casa de un lado del pasillo al otro -no vayan a molestar a los pasajeros y los vaya a regañar la señorita aeromoza.
Tachi se muestra reticente -nunca viaja en la fila de en medio, alega, y a estas alturas ella lo debe ya saber.
Es por el bien de nuestra casita -argumenta ella, el diminutivo como una daga.
Hans se pasa a la ventana. Ella necesita quedarse en el pasillo porque no soporta imaginar el abismo que se abre detrás de la persiana plástica. A Hans le parece perfecto, porque nada le gusta más que la ventana. De hecho, si lo dejan sentarse ahí el resto del vuelo estaría muy agradecido porque nada lo conmueve más que ver la mancha urbana de la ciudad de México desde el aire, minutos antes del aterrizaje. Es tan -pero tanparecido a aterrizar en el agua. El suecomexicano les comparte un dato que sólo él considera fascinante: el primer mapa de la ciudad de México -todo agua, todo lagunasestá en una biblioteca en Suecia.
Aterrizar en la ciudad de México de noche es como posarse en un manto de estrellas - remata ella, muy muy dueña de sus palabras.
Ulpiano también habló del “derecho del marido”. A éste, si descubre que su mujer ha incurrido en adulterio, se le insta a divorciarse y se le recomienda indiciarla. El único caso problemático es el de la mujer adúltera menor de 12 años, dice el sabio y precavido romano, que por ser menor de edad, bajo la ley, representa una instancia ambigua. Pero ella, la mujer de Tachi, a pesar de su voz como de pajarito ansioso, no personifica en realidad el caso problemático que sugiere Ulpiano.
La primera recomendación de Hans, a la hora 7.00 del vuelo, es un comedor de Charlotte Perriand. Una sala tan amplia requiere un Perriand.
Trato de leer la primera página de la novela de Martin Amis que he elegido para el viaje -como si alguna vez hubiera conseguido leer poco más que dos o tres páginas en los aviones.
Tampoco es que Tachi se esfuerce mucho en salvaguardar el carácter eterno de su unión conyugal a la hora 7.04 del vuelo, hora en la que Hans ya se metió al cuarto matrimonial y está sugiriendo que la ventana sur del dormitorio se amplíe unos cuantos centímetros y que se utilicen ventanas corredizas.
Las primeras líneas de la novela de Amis son hermosas y muy tristes. Hablan de las ciudades -las ciudades de noche-cuando las parejas duermen y algunos hombres - dormidos-lloran y dicen: Nada. Pienso en los dientes de Martin Amis. Miro la boca ligeramente entreabierta de mi marido. Pienso que no sé bien cómo son sus dientes. Hace muchos años tuve una pareja que rechinaba las muelas mientras dormía. El comedor de Perriand es una obra de arte, asegura Hans, mientras lo reproduce en un dibujo. Rechina la punta del lapicero contra el papel -presumiblemente usa para sus dibujos la bolsita para vomitar en caso de turbulencia. Me producía cierta angustia el rechinido insistente de esos dientes en pleno sueño. A veces -incluso, injustificablemente-me enojaba mucho ese sonido: indicaba, me parecía, que ese hombre dormía en el fondo muy lejos de mí. Lo despertaba para preguntarle si se sentía bien. Nada, decía. Tiene razón Amis -dicen: Nada. Cierro la novela. La decisión está tomada: el comedor será un Perriand.
Hora 7.12 del vuelo. Tachi anuncia que va al baño.
Ella no dice nada.
Hans le ofrece a ella una menta -hora 7.13.
Gracias -dice ella.
Tachi camina al baño tal vez para lavarse la cara, tal vez los dientes, tal vez para orinar. Tal vez para llorar. Se va a desabrochar el botón y se va a bajar los pantalones. Así le enseñaron de niño. Tal vez creció rodeado de mujeres que preferían las tazas del baño limpias, sin salpicaduras. Aprendió a mear sentado desde muy niño. Cubre el asiento del baño con dos tiras de papel higiénico y se sienta sobre ellas -los dos muslos cayendo simultáneamente sobre la taza-para prensar el papel contra la superficie, que no se mueva ni un centímetro, no vaya a ser que su piel dé directamente con una gota ajena. Orina empujándose el miembro con los dedos índice, medio y anular hacia atrás. Unas pocas lágrimas nomás -más de coraje que otra cosa.
Mientras Tachi se está lavando las manos, Hans le pregunta a la mujer de Tachi por qué es que la familia desaprueba del joven matrimonio. Ella, por primera vez, se muestra un poco defensiva. Su padre no desaprueba, asegura. Es sólo que Tachi y su padre no están en buenos términos –tanto así que el padre le colgó el teléfono a ella la última vez que hablaron, después de decirle que su marido era un Pinche mayate. Ella confiesa que tuvo que buscar la palabra en la página de la RAE. Las dos definiciones eran: 1. Escarabajo de distintos colores y de vuelo regular; 2. Hombre homosexual. Supo que su padre se refería a la segunda. Pero prefiere ni pensar en eso. Mejor hablar del baño: ¿Tina o regadera?
Ulpiano escribe: “No es la cópula sino el afecto matrimonial el que constituye el matrimonio”.
Hans habla, a la hora 7.25, de sus sobrinos. Él tampoco es padre pero es muy buen tío, le asegura a ella. Los adora. Y también es padrino de una sobrina, hija de su hermana, que vive en Connecticut.
Ella repite: Connecticut.
No sé dónde queda exactamente Connecticut -pienso.
¿Dónde está Connecticut exactamente? -pregunta ella.
Hans dice que no importa, que Connecticut está lo suficientemente cerca de Nueva York. Porque cada vez que va a Connecticut se da su escapada a Nueva York. Tiene amigos ahí, en Brooklyn. Ella y Tachi conocen bien Nueva York, les gusta Times Square. Pero a Tachi no le gusta caminar mucho: se cansa. A ella en cambio le encanta caminar. A Hans también le encanta. De hecho, hizo el camino de Santiago el año pasado. Ella desea hacer eso algún día, pero con Tachi va a estar difícil. Hans asegura que no hay nada mejor que meterse a la cama desnudo después de un buen baño y una copa de vino tras un día entero de caminar por esos paisajes.
Tachi vuelve del baño. Hora 7.29. No se sienta -prefiere caminar un poco a lo largo del pasillo para estirar “mis patitas”.
7.30
7.31
7.32
El emperador Valeriano escribió, a la hora 7.33 del vuelo, en el año 258 después del nacimiento de Jesucristo, que la infamia cubre al hombre que se casa con dos mujeres a la vez. No es el caso de Tachi. Pero conoce la infamia, la palpa en la lengua, entre los dientes, la tiene entre las piernas.
7.34 horas de vuelo -10, 600 metros por encima del nivel del mar -hora en el lugar de destino: 3.23 am.
Levanto el posabrazos y coloco la cabeza en el regazo de mi marido -trato de dormir un poco. Siento, en el lóbulo de la oreja derecha, la costura de su cremallera -y en mi cachete, la leve erección de los dormidos. No lo veo, pero Tachi está parado junto a su asiento, reposando una mano en el respaldo del mío. Habla con su mujer. Ella pregunta cómo está. Bien, dice él, aunque le duelen las piernas. Ella pregunta si el chofer de su papá los recogerá en el aeropuerto. Por supuesto que sí, afirma Tachi, en eso habían quedado desde cuándo. Me tapo con la frazada hasta la frente. Repaso: aquí mi lengua - mi primero segundo y tercer molar - mi cachete - la mezclilla - la carretera metálica del zíper - el estampado a rayas del calzón - la punta tibia de su miembro - el asiento – el alfombrado - las diversas capas de metal - las entrañas de la nave - y luego, 10, 600 metros de vacío entre nosotros y la superficie del mar.
Y la luz blanca -constante-que el avión rasga como una tijera rasga una frazada. Tal vez me duermo un rato.
Para el desayuno -hora 10.41 -hay huevos benedictinos con mucha mayonesa. La azafata sevillana me despierta y yo despierto a mi marido. Me entusiasma la coincidencia. Él no la nota. Me sonríe -bosteza-y se talla los ojos enérgicamente con los talones de las manos. Comemos.
¿Por qué te llamas Tachi?, pregunta Hans -la boca llena de mayonesa -a la hora 10.43: la hora de las preguntas crueles.
¿Quién va a ir por ti al aeropuerto? -me pregunta mi marido.
Voy a tomar un taxi -respondo. ¿Y tú?
Viene por mí un amigo. Si quieres te llamo el domingo y nos ponemos de acuerdo para que no tengas que estar cuando yo vaya por mis cosas el lunes.
Como sea -digo.
Es un apodo, dice Tachi.
¿Pero por qué te lo pusieron? -insiste Hans.
Demasiada mayonesa -interrumpe ella. Ambos están de acuerdo.
Nomás, dice Tachi. Porque me llamo Ignacio y mi hermanita me decía así cuando éramos niños.
Ulpiano indica que tres condiciones se tienen que cumplir para que un matrimonio sea considerado legítimo: previo connubio; el hombre ha llegado a la pubertad y la mujer está en edad de tener relaciones sexuales; hay consentimiento de ambas partes.
Consentimiento de ambas partes.
Hora 11.03. La sevillana y otro azafato recogen las charolas.
Hora 11.17. La sevillana recoge los audífonos, que casi nadie abrió. Yo finjo que perdí los míos -que he guardado en mi bolsillo -por si acaso se ocupan luego.
Hora 11. 22. Inicia el descenso.
Hora 11.30. Tachi no quiere aterrizar sentado en la fila de en medio. Le da miedo, insiste. Hans ofrece cambiar otra vez de lugar. La ciudad amaneció lluviosa y nublada así que la vista aérea no va a ofrecer gran cosa de todos modos.
Hora. 11.45. Tachi y mi marido miran por la ventana en silencio. La ciudad cubierta por una nube espesa, lechosa.
La nave desciende -toca el piso-rebota ligeramente -vuelve a hacer tierra-avanza contra su peso-poco a poco frena -frena-hasta detenerse por completo.

Karina Pacheco Medrano - "Todo es un juego"

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Novelista, ensayista y cuentista peruana. En su obra siempre aparece un componente histórico, antropológico (ella es antropóloga) y político que cuestiona nuestra época, el mundo en que vivimos y el mundo en qué deseamos. Está considerada una de las voces más importantes de la narrativa peruana actual.
Este cuento pertenece al volumen "Lluvia" de 2014 (aunque en todos los sitios que he visto se menciona el libro como de 2018, hay una edición argentina fechada en 2014 y que no hace referencia a ninguna edición anterior).


SSolo teníamos que bajar los cinco peldaños de piedra y el juego comenzaba. Afuera, ellos nos esperaban. Hasta la noche roja, nunca tuvimos que aguardarlos. El pasto seco en invierno crujía como un canto ronco al recibir sus pasos, ese sonido nos guiaba hasta el lugar que hubieran elegido para mostrarse, siempre con trajes coloridos. A veces llegaban vestidos con nuestras ropas y se reían de nuestras caras. Podíamos saltar la soga durante horas, cada vez más rápido, levantando pasto y polvo como si un huracán hubiera despertado. ¿Por qué tanto polvo?, ¿por qué tanto polvo en esta casa?, luego preguntaba madre, pasando el dedo por encima de la mesa, olisqueando nuestras cabezas sudorosas de barro. Cuando sacábamos la pelota, aparecían por montones y nosotros apenas podíamos tocarla. Nos quedábamos boquiabiertos viéndola volar de unas manos a otras con la velocidad de una bala, hasta que el sol se desvanecía, avisándonos que, por ese día, el juego había terminado.
Pero a veces se extendía hasta la noche. Tú, Eleonora, los convocabas con silbidos para que nos contaran las historias de su mundo, que solamente nos ofrecían tras la celosía de nuestra ventana los días en que el frío era fuerte y madre no nos dejaba salir. Ese mundo nos aterrorizaba. Temblábamos al imaginar sus casas subterráneas, donde la única luz es la que se filtra a través de la raíz de los árboles; nos comíamos las uñas cuando hablaban de las profecías de los animales salvajes; nos parecía una pesadilla vivir como huérfanos eternos, sin haber conocido jamás a madres ni padres. Para ellos eso era lo natural y el terror era vivir encerrados en una casa, después en una escuela, y pasarse el día recibiendo órdenes. ¡Ni en mis peores pesadillas!, chillaba el más arrugado.
Estabas por cumplir doce años. ¿Cuál será el juego de mañana?, me preguntaste la noche previa. No podíamos adivinarlo. Madre te levantó temprano, se fue a hablar a solas contigo y de regreso me mostraste su regalo. Un sostén blanco con florecitas rosadas en los tirantes. Lo escondiste bajo el colchón y salimos a jugar. Saltaste la soga con todas tus fuerzas y nos ganaste a todos. Ellos te regalaron un reloj de oro muy antiguo. Le dabas cuerda y marchaba para atrás. Te lo colgaste como un collar, bajo tu blusa, y seguiste saltando. En tu pecho el tiempo también estaría saltando con su cadena de oro. Madre nos llamó a gritos. Sin darnos cuenta, nos habíamos alejado hasta parecer tres puntitos ante sus ojos. En casa, la familia y los vecinos ocupaban la sala, impacientes por cantar el cumpleaños y comerse la torta. Ya eres una mujer, pronunció el abuelo y se comió la cereza del pastel. Pero esa todavía no fue la noche roja.

Yo estaba pintando frutillas en la cabecera de mi cama. Me estaban saliendo muy bonitas. David me ayudaba sosteniendo la pintura. Tú querías verlos y saliste de puntillas, solo cubierta por tu pijama blanco. La puerta empujó un aire frío cuando la cerraste. No va a volver, sentenció nuestro hermanito, dejando a un lado el pote de pintura. No le hice caso, seguí pintando frutillas, muy atenta a que su color saliera intenso.
Por la madrugada regresaste, con el pijama rasgado, con la boca rota, balbuceando. Corrí a buscar a madre. Lo estás inventando, te dijo ella y salió de nuestra habitación enfurecida. Tú esperabas que volviera con la cabeza del monstruo en una pica. Pero volvió con las manos vacías. Él solo te ha dado una paliza, bien merecida por haberte robado el reloj del bisabuelo, afirmó. Insististe. Como si madre no viera los hilos de sangre que bajaban por tus piernas, te dio una bofetada y ordenó que no dijeras embustes. Te llevó a la ducha, con agua fría te bañó, repitiendo que de tanto salir por las noches te habías desbarrancado.
Esa tarde, el abuelo se marchó a vivir nuevamente en la ciudad.
¿Vamos a jugar?, te pedimos David y yo cuando vimos la sombra de sus pasos alejándose. Tú permaneciste estirada sobre la cama, temblando, sin fiebre, mirando el techo. Te dejamos. Con pesar bajamos los cinco peldaños de piedra. Era tiempo de lluvias y fue difícil rastrear sus pasos. Los encontramos sentados al borde del barranco. Eleonora no se ha hecho esas heridas aquí, nos dijeron. Nadie quiso jugar esa tarde. Nos dedicamos a arrojar piedras al abismo, tratando de contar cuántos rebotes daban hasta quedarse quietas. ¿Es cierto lo que contó Eleonora?, les pregunté. Se miraron unos a otros, el más alto no era más grande que David, que recién iba a cumplir seis años. Hicieron revolotear sus manos de seis dedos como si quisieran hechizarnos. Vuestro mundo es de te-te-terror, nos dijo el tartamudo. ¡Ni en mis peores pesadillas viviría allí!, chilló el más viejo.

Padre volvió de la guerra, cansado, callado, pero preguntó muchas veces qué te había pasado. Por la noche salió de casa sonámbula y cayó por el barranco, repitió madre. Una lágrima se deslizó por tu mejilla. Trajeron más médicos. Se habrá golpeado la cabeza, dijo uno. Se habrá asustado con la caída, hay que dar tiempo al tiempo, señaló otro. Ella tenía un reloj de oro que marchaba para atrás, recordó David. Madre lo miró como si estuviera loco. Tú quitaste la vista del techo y también lo miraste. Entonces te pusiste de pie, Eleonora. Voy a estar bien, dijiste.
¿Vamos a jugar?, te preguntamos en cuanto el médico se marchó. Negaste con la cabeza. Te quedaste mirando las frutillas, tan rojas, rojísimas, que yo había pintado en mi cabecera la noche en que te marchaste vestida de blanco y volviste rota.
Tampoco al día siguiente quisiste salir, ni al subsiguiente. A través de la celosía, ellos te deslizaban rosas. Madre dijo que por ese año sería mejor que no fueras a la escuela. En tus viejos cuadernos colocabas los pétalos de aquellas rosas y los guardabas en una caja de zapatos, bajo tu cama. Una tarde sacaste todos los pétalos secos de un cuaderno y los estrujaste con tus dedos. Cubriste tu cabeza con ese polvo carmesí, blanco, anaranjado, perla. ¿Qué haces?, te pregunté. Arrancaste una hoja del cuaderno y escribiste algo con lápiz. Para ti —me dijiste—, pero no lo debes leer hasta que cumplas nueve años. Aún faltaban tres meses. Cerraste la caja. Voy a tomar aire fresco, te escuchamos decir mientras salías. ¡No va a volver!, clamó David y se echó a llorar. Quise seguirte, pero me quedé atrapada en la madera del suelo.
Ellos tampoco volvieron. A veces, cuando de repente el viento levanta un remolino de polvo, el tiempo en el reloj da marcha atrás.

Edmundo Paz Soldán - "La puerta cerrada"

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Novelista, cuentista y ensayista boliviano. Es uno de los autores de la generación McOndo, la generación de escritores hispanoamericanos de la década de 1990 que reaccionaron contra el realismo mágico. Tes Nehuén identifica su literaturacomo como claramente realista, interesada por plasmar las diferencias de clase y las consecuencias de la pobreza en el progreso cultural de los pueblos.
Este cuento pertenece al volumen "Amores imprefectos" de 1998.


Acabamos de enterrar a papá. Fue una ceremonia majestuosa; bajo un cielo azul salpicado de hilos de plata, en la calurosa tarde de este verano agobiador, el cura ofició una misa conmovedora frente al lujoso ataúd de caoba y, mientras nos refrescaba a todos con agua bendita, nos convenció una vez más de que la verdadera vida recién comienza después de ésta. Personalidades del lugar dejaron guirnaldas de flores frescas a los pies del ataúd y, secándose el rostro con pañuelos perfumados, pronunciaron aburridores discursos, destacando lo bueno y desprendido que había sido papá con los vecinos, el ejemplo de amor y abnegación que había sido para su esposa y sus hijos, las incontables cosas que había hecho por el desarrollo del pueblo. Una banda tocó La media vuelta y el bolero favorito de papá. Te vas porque yo quiero que te vayas, a la hora que yo quiera te detengo y yo sé que mi cariño te hace falta y porque quieras o no yo soy tu dueño. Mamá lloraba, los hermanos de papá lloraban. Sólo mi hermana no lloraba. Tenía un jazmín en la mano y lo olía con aire ausente. Con su vestido negro de una pieza y la larga cabellera castaña recogida en un moño, era la sobriedad encarnada.
Pero ayer por la mañana María tenía un aspecto muy diferente. Yo la vi, por la puerta entreabierta de su cuarto, empuñar el cuchillo para destazar cerdos con la mano que ahora oprime un jazmín, e incrustarlo con saña en el estómago de papá, una y otra vez, hasta que sus entrañas comenzaron a salírsele y él se desplomó al suelo. Luego, María dio unos pasos como sonámbula, se dirigió a tientas a la cama, se echó en ella y, todavía con el cuchillo en la mano, lloró como lo hacen los niños, con tanta angustia y desesperación que uno cree que acaban de ver un fantasma. Esa fue la única vez que la he visto llorar. Me acerqué a ella, la consolé diciéndole que no se preocupara, que yo estaría allí para protegerla. Le quité el cuchillo y fui a tirarlo al río.
María mató a papá porque él jamás respetó la puerta cerrada. El ingresaba al cuarto de ella cuando mamá iba al mercado por la mañana, o a veces, en las tardes, cuando mamá iba a visitar unas amigas, o, en las noches, después de asegurarse de que mamá estaba profundamente dormida. Desde mi cuarto, yo los oía. Oía que ella le decía que la puerta de su cuarto estaba cerrada para él, que le pesaría si él continuaba sin respetar esa decisión. Así sucedió lo que sucedió. María, poco a poco, se fue armando de valor, hasta que, un día, el cuchillo para destazar cerdos se convirtió en la única opción.
Este es un pueblo chico, y aquí todo, tarde o temprano, se sabe. Acaso todos, en el cementerio, ya sabían lo que yo sé, pero acaso, por esas formas extrañas pero obligadas que tenemos de comportarnos en sociedad, debían actuar como si no lo supieran. Acaso mamá, mientras lloraba, se sentía al fin liberada de un peso enorme, y los personajes importantes, mientras elogiaban al hombre que fue mi padre, se sentían aliviados de tenerlo al fin a un metro bajo tierra, y el cura, mientras prometía el cielo, pensaba en el infierno para esa frágil carne en el ataúd de caoba.
Acaso todos los habitantes del pueblo sepan lo que yo sé, o más, o menos. Acaso. Pero no podré saberlo con seguridad mientras no hablen. Y lo más probable es que lo hagan sólo después de que a algún borracho se le ocurra abrir la boca. Alguien será el primero en hablar, pero ése no seré yo, porque no quiero revelar lo que sé. No quiero que María, de regreso a casa con mamá y conmigo, mordiendo el jazmín y con la frente húmeda por el calor de este verano que no nos da sosiego, decida, como lo hizo antes con papá, cerrarme la puerta de su cuarto.

Leo Perutz - "Pour avoir bien servi"

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Novelista, dramaturgo y cuentista checo aunque cuando falleció tenía la doble nacionalidad austrica e israelí. Es uno de los grandes de la literatura en lengua alemana de principios del siglo XX.
Este cuento de 1911 fue publicado en algunas antologías después de su fallecimiento. Desconozco quién es el autor de la traducción.


Escuché esta extraña historia hace algunos años en el salón de un barco de vapor francés que me llevaba de Marsella a Alejandría. Durante la travesía subíamos poco a cubierta debido al mal tiempo y teníamos que ver la manera de distraernos de alguna forma. De las opiniones y conversaciones que pude escuchar entonces, recuerdo sobre todo esta historia, la historia de un tal J. Schwemmer, ingeniero de Kiev, que, tras un largo y acalorado debate, tomó la palabra para rebatir la afirmación de que el médico no sólo tenía el derecho, sino casi la obligación de cortar por la fuerza los sufrimientos de un enfermo desahuciado.
No sé por qué me causó una impresión tan fuerte precisamente ese relato, que como se demostró bien pronto sólo guardaba una escasa relación con el tema de la discusión. Quizá porque en medio de la conversación trivial e insustancial aparecieron ante nosotros tan de repente dos seres pálidos y sufrientes, con labios temblorosos, contraídos por el dolor con una terrible autenticidad. Aún veo hoy ante mí la imagen de la mujer joven, veo cómo se recuesta cansada en su silla de ruedas y deja descansar casi con ternura los ojos temerosos y anhelantes sobre el jarrón verde de la chimenea. Y a veces oigo todavía en sueños el grito de su marido, suena espantoso y desgarrador en mis oídos, aunque en realidad yo no oí gritar a ese hombre, sino sólo la voz débil y quebrada de anciano de aquel señor Schwemmer de Kiev.
Esta es la historia de aquel viejo caballero, la cuento como él nos la contó a bordo del Héron, un poco más resumida quizá, pero estoy seguro de no haber olvidado nada esencial.
‑Yo vivía hace años en París. En una callejuela muy apartada de un suburbio, compartía un pequeño edificio de una planta con un antiguo compañero de estudios al que no había visto desde hacía muchos años y al que había tenido la suerte de encontrar en París. El se había doctorado en una universidad alemana, había publicado dos libros sobre historia del arte, y poco antes de contraer matrimonio había conseguido un puesto de director de una biblioteca condal. Era todavía un hombre joven, de unos treinta años, y sólo la desgracia de su mujer podía haberle cansado y envejecido tanto antes de tiempo.
"Su mujer estaba enferma. Tenía parálisis, había contraído una de esas enfermedades de los nervios que al parecer escogen a sus víctimas entre las personas agoradas mentalmente; ella había estudíado en su juventud medicina en Zurich. Durante el día solía estar sentada en su silla de ruedas muda y sin quejarse mucho, pero las noches, ¡esas noches! Una vez se puso a gritar de una manera tan espantosa que los dos hijos del portero echaron a correr aterrados calle abajo y no se atrevieron a volver a casa hasta muy entrada la noche. El médico y su marido trataban de consolarla lo mejor que podían en esas noches, le prometían que los dolores disminuirían pronto y que dentro de poco se recuperaría del todo, pero ella, la antigua estudiante de medicina, lo sabía mejor que todos nosotros, sabia que su enfermedad no tenía curación, que la resistencia de su joven cuerpo era inútil; que su hora tenía que llegar alguna vez, pero, y eso era lo grave, no demasiado pronto.
"Y su marido la quería. Su cargo, que sólo le quitaba unas pocas horas al día, se había convertido para él en una carga odiosa y molesta. Su profesión, que le había llenado y entusiasmado cuando era un joven estudiante ‑a todos nos había parecido casi enfermiza su pasion por los grabados antiguos y los manuscritos raros‑, su profesion había dejado de interesarle. En su despacho, en la calle, por todas partes le dominaba una sola idea: volver a casa rápidamente. En el fondo estaba todo el día pendiente de volver a casa con su mujer. Más de una vez me explicó el motivo de su inquietud. ¡Su mujer tenía una pistola! De cuando era joven, y la tenía escondida en casa, de eso estaba completamente seguro. Pero él nunca había logrado descubrir el escondite aunque había registrado muchas veces en secreto la vivienda. Cierto que estaba inválida y el arma se hallaba fuera de su alcance. "¡Pero una vez, imagínese, una vez intentó sobornar a la criada!"
"Cada vez que me contaba eso me ponía pálido de miedo ante la idea de que la enferma hubiese podido apoderarse del arma durante su ausencia. Aquella situación despertó dentro de mí el sentimiento, al principio leve y titubeante, pero luego cada vez más fuerte, de que casi sería mejor para los dos que yo hubiese sido el elegido por el destino para ayudar a aquellas dos pobres personas. Hoy sé, sin embargo, que cometí un crimen al no desechar aquel sentimiento. ¿Pues cómo se puede atrever una persona joven e ignorante a interferir con su manos torpes en el destino de dos personas cuyo pasado desconoce y cuyos deseos ocultos no imagina?
"Pero entonces yo era todavía joven e inexperto y estaba lleno de lemas no comprendidos y de ideas inmaduras, y mi pobre amigo me daba tanta lástima; apenas tenía treinta años y ya empezaba a tener el pelo gris. "Estas son las dos personas de las que voy a hablarles Rusas ambas, eso ya lo dije, ¿no? Tenían poco trato con la sociedad parisiense, pero tampoco me crucé con ninguno de nuestros compatriotas en su casa. A veces me daba la impresión de que la gente les evitaba. Un día alguien me contó que el hombre había delatado a un estudíante que era perseguido por la policía y que era un agente del gobierno ruso. Pero yo no daba mucho crédito a esa clase de noticias, pues de muchos de mis compatriotas que viven por algún motivo en el extranjero se cuentan historias semejantes; todos esos relatos fantásticos son más o menos parecidos.
"Y ahora quiero hablarles de aquel día que me convirtió en un criminal. Pues lo que yo cometí fue un crimen. Y del jarrón verde con el dragón chino de escamas rojas sobre el que estaban fijadas día y noche las miradas anhelantes y tiernas de la joven enferma. Y cuando les cuento los hechos de aquel día en el que no jugué un papel bonito, eso lo sé perfectamente, lo hago sin ninguna vergüenza ni arrepentimiento, pues de todo eso ya hace mucho tiempo, y ahora sé que no fui yo el culpable, sino aquella desdichada locura, aquella idea insensata de que yo había sido elegido por el destino para poner fin, con la mano firme del médico, al sufrimiento de la enferma y a la miseria del marido. Porque precisamente aquel día estaba más seguro que nunca, pues la joven había pasado una noche terrible y ninguno de nosotros había podido pegar ojo. Sólo al amanecer mejoró un poco su estado, su marido se fue agotado al trabajo, ella estaba recostada en su silla de ruedas, yo sentado enfrente de ella, pero ahora ya no recuerdo cómo surgió el tema de su juventud y de los años que había pasado en Zurich. "Le gustaría ver una foto mía antigua", preguntó, y cuando se lo pedí, reflexionó un instante y luego dijo con una voz que sonaba tranquila e indiferente: "Alcánceme el jarrón de la chimenea." Lo dijo completamente tranquila, pero a mí sé me subió la sangre a la cabeza, mis rodillas temblaban y de pronto supe que ése era el escondite tanto tiempo buscado de su arma. Y yo me puse de pie con dificultad y le llevé el jarrón y empecé a vaciarlo sobre la mesa, actuaba como en sueños y arriba del todo había una carta y un lazo rosa y otro verde claro, luego un abanico y un ramillete de flores marchito y finalmente las fotografías. Dos fotos de ella, luego el retrato de un hombre joven de rasgos bellos e inteligentes. "Ese es mi amigo Sacha", dijo ella, y entonces comprendí que ya estaba muerto sin que ella lo hubiese dicho. Y también encontré una foto de su marido, una foto que ya conocía y en la que aparecía retratado de estudiante entre sus compañeros, yo también me encontraba en la foto y pensé que la larga pipa de madera de estudiante que tenía en la boca me daba un aire un poco ridículo. Y después, abajo del todo, apareció la cajita con la pistola.
"Me temblaba la mano cuando extraje la cajita del jarrón pues veía que había llegado el momento de actuar, no tenía ninguna duda de lo que tenía que hacer. Yo quería, yo tenía que poner el arma en manos de la mujer enferma, aunque la estupidez de mis congéneres calificasen ese acto de asesinato y me pidiesen responsabilidades. Si nadie tiene el valor, yo sí lo tengo y haré un gran servicio a estas personas. Y me vinieron a la memoria unas palabras que había leído una vez sobre una vieja medalla francesa que decían "pour avoir bien servi". Me emocioné cuando pensé en el favor que iba a hacer a mi amigo y entonces oí la voz de su mujer que dijo fría y tranquilamente: "¡Deme la cajita, por favor!", y reuniendo todas mis fuerzas le dije: "¡Yo mismo se la abriré, señora!
"Cuando tenía la pistola en las manos me invadió de pronto un sentimiento de cobardía, todos mis planes se vinieron abajo y me aterró el servicio que me pedía la enferma. Era consciente de la responsabilidad que estaba asumiendo, y hubiese querido arrojar lejos de mí el arma en lugar de entregársela, y la mujer debió leerlo en mis ojos. Empezó a hablar, sonriendo triste y en voz baja. "Mire", dijo la enferma, "pensar en este arma era mi único consuelo en las terribles noches, mi único apoyo. A veces mi silla estaba tan cerca que casí hubiese podido tocarla con la mano. Una vez mi marido estuvo a punto de descubrir el escondite. Estuvo muy cerca del secreto. El corazón casi se me paró del susto". Y luego dijo de pronto, y de manera sencilla y escueta, sin rastro de patetismo en la voz: "Por favor, deme la pistola."
"Yo no lo habría hecho. Yo no le habría dado el arma, la hubiese arrojado lejos de mí al otro extremo de la habitación. Pero en ese momento vi venir a su marido por el jardín. Subía por el sendero de grava, despacio y cansado, arrastrando los pies y encorvado, un hombre destrozado, y cuando me saludó con un ademán tan viejo y serio volví a sentirme de nuevo como el cirujano que realiza el corte salvador con la mirada serena y mano segura. Ya no dudaba de lo que debía hacer, y mientras contestaba a través de la ventana al saludo del hombre, le alcancé a la mujer la pistola por encima de la mesa.
"Lo que sucedió después se cuenta rápidamente. De repente sentí un miedo terrible a lo que traerían los próximos minutos. "¡Todo menos verlo!", gritaba algo dentro de mí. "¡Todo menos tener que presenciar cómo levanta el arma, se la lleva a la frente y aprieta el gatillo!" Le di la espalda y me volví hacia la puerta. Entonces le oí subir las escaleras. Ahora abre la puerta. Saluda, me tiende la mano, viene hacia mí. Dos pasos, luego se detiene, se pone lívido y grita: "¡Jonás, Jonás, qué ha hecho usted!" Y. "¡Por lo que más quiera, quitele el arma, deprisa, Jonás, deprisa!"
"Yo hubiese podido hacerlo todavía. De un paso podría haber llegado hasta ella y haberle quitado la pistola de las manos. Pero me quedé en el sitio, apretando los dientes ¡Tienes que ser firme! ¡Ahora tienes que ser firme! Es el corte salvador. Yo soy un médico. Algún día me lo agradecerá. Pour avoir bien servi.
"El hizo algo extraño. En lugar de correr hacia ella y quitarle el arma, cayó de rodillas. Durante unos segundos reinó un silencio absoluto en la habitación, sólo se oía el castañeteo de sus dientes. Luego se puso a gritar aterrado‑ "¡No lo hagas María! ¡No lo hagas! Te juro que no fui yo quien escribió la carta, lo hizo el propio Sacha." Todavía lanzó un grito que me heló la sangre y de pronto exclamó dirigiéndose a mí con una mirada que no entendí: "Ay, Jonás, qué le he hecho yo." Luego ocultó la cara en sus manos. Y entonces sonó e disparo.
"Cuando se disipó el humo de la pólvora debí gritar como un loco, pues la mujer seguía sentada, indemne en su silla de ruedas, con la pistola humeante en la mano. Pero su marido estaba tumbado en el suelo sin moverse, ensangrentado, con la frente atravesada por una bala.
Yo estaba allí sin saber qué hacer. Trataba de explicarme lo que había sucedido, pero todo me daba vueltas. Me incliné sobre el muerto, su rostro estaba desencajado por el miedo, me pregunté dónde estaba, lo que significaba todo aquello, pero sólo me vinieron a la cabeza esas palabras absurdas sin sentido: "pour avoir bien servi", y entonces escuché la voz de la mujer enferma, que sonó fría y cortante y llena de odio cuando dijo:
"El fue quien entregó al pobre Sacha a los policías, el canalla. ¡Le agradezco que me ayudase, he estado esperando tres años a que llegase este momento!"

Jesús López Pchecho - "Lucha por la respiración"

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Novelista, poeta y cuentista madrileño. Enmarcado en la Generación del 50 su obra es reconocida dentro del la literatura social española de la postguerra.
Este cuento de 1958 pertenece a Lucha por la respiración y otros ejercicios narrativos de 1977 que recoge cuentos escritos entre 1950 y 1976 y estuvo inédito hasta la aparición de este volumen.


La placa de la parada tenía el esmalte saltado por los bordes, y el metal aparecía oxidado. Protegió sus ojos con la palma de la mano para comprobar el número del tranvía. El sol enrojeció las junturas de los dedos. Bajó la vista parpadeando. Descendió del bordillo de la acera, se adentró unos pasos en la calzada, y ojeó hacia el final de la calle. Brillaban algunos coches a lo lejos, lentos; los raíles, a la altura de la primera bocacalle, resplandecían como cristales. Dio un pequeño paseo y regresó a su puesto en la cola. Eran unas veinte personas, en una fila que serpeaba para salvar los alcorques de los árboles y el farol. Se inmovilizó de nuevo en la espera. Notaba el sudor correrle de vez en cuando por la espalda y el pecho, bajo la camisa: se la ahuecó con las dos manos al tiempo que se encogía juntando los omóplatos.
Estaba mirando al suelo fijamente cuando alguien habló.
—Ya viene.
La cola entera, casi unánimemente, descendió a la calzada deformándose en leves ondulaciones, pero sin deshacer el orden en que había esperado. El tranvía estaba lejos todavía, detenido ahora ante un paso de peatones cerrado. Un gran coche tocó levemente el claxon y pasó rozando a la cola, que se acercó de nuevo al bordillo en un movimiento brusco.
—¡Esperen en su sitio!
—¡Animal! —gritó una mujer de la cola hacia el conductor del coche, todavía asomado a la ventanilla⁠—. No les importa na de nadie. T’atropellan y siguen como si tal.
Se oyeron, superpuestas, otras voces de la cola.
—Y ahora vendrá lleno, como si lo viera.
—A lo mejor ni para.
—Si teníamos qu’hacer algo, digo yo. Es pa que cogiéramos un tranvía y lo volcáramos.
—Hacen falta más tranvías, eso es lo que pasa. Pero alguien s’estará chupando’l dinero.
El tranvía se acercaba rápidamente. Llegó el ruido de sus ruedas al pasar por las agujas de cambio. La cola se acercó de nuevo a los raíles, esta vez más tumultuosamente, apelotonándose. Una furgoneta y dos coches pasaron veloces entre el tranvía, a punto de detenerse, y la gente que se disponía a tomarlo. Luis avanzó resuelto: un coche frenó a medio metro de su mano levantada.
—¡T’esperas!
—¡Hombre, claro! ¡Estaría bueno! —⁠se oyó otra voz de la cola⁠—. Tienen la obligación, no vayan a creerse que los que no tenemos coche no tenemos derechos.
La cola se había convertido en un apretado grupo ante la puerta del tranvía. Se oyó el resoplido del cierre neumático: lentamente, las dos hojas de la puerta se plegaron al tiempo que el estribo bajaba. Luis estaba de los primeros, pero, cogido entre dos presiones laterales, permaneció unos segundos con el pie derecho en el estribo, sin poder subir. Al fin, la presión del lado izquierdo le ayudó a liberar el hombro contrario y logró agarrarse a la barra. Detrás de él bullían gritos, discusiones.
—¡Que nos vamos, señores! Suban aprisa —⁠dijo el cobrador.
La gente protestó. Aumentaron los empujones y, medio agachados algunos, logró subir una masa que taponó la entrada atascándose en ella. Manos crispadas se asían a la barra. Sonó el aire comprimido del cierre, y las hojas de la puerta comenzaron a desplegarse.
—Vamos, señores, suban, que no pue cerrarse la puerta. —⁠El cobrador estaba de pie en su puesto, con el busto inclinado sobre la barra de su reducto para ver a la gente⁠—. Que no caben más, hombre, ¿es que no lo’stá viendo?
El sudor le quemaba en la espalda como un gusano frío, interminable, repentino. Se encogió para abrirle paso bajo la camisa.
—Esta camisa tiene mangas largas y un bolsillo. No es como si fuera de las otras, las de verano; esta es una camisa de verdad… Creo que voy perfectamente decente con ella…
—Si usted quiere seguir dando clases en este colegio, tiene que venir bien vestido. Con un traje completo, como Dios manda.
—Pero…
—No hay pero que valga. Est’es un colegio respetable, y yo, como director, no puedo consentir que los alumnos reciban un lamentable ejemplo de falta de decoro en el vestir… Cobramos caro, es verdad, pero, a cambio, los padres que nos mandan a sus hijos pueden estar bien seguros de que tanto yo como los profesores seremos sus maestros, no solo mientras estamos dando las clases, sino en todo momento, por los pasillos, en las aulas… Eso está bien para hacer deportes, para ir de excursión, pero no para realizar la elevada misión de educador… Al colegio hay que venir correctamente vestido. Por hoy, me limito a reprenderle. Si se repitiera, la cosa sería distinta. Puede usted marcharse a su casa y…
—Pero ¿no doy las clases?
—¿En camisa? Ya se lo he explicado. Prefiero darles una excusa cualquiera, decirles a los chicos que se ha puesto usted enfermo… Le sustituirá el Sr. Rodríguez…
Luis insistió de nuevo.
—Cómprese un traje de verano fresquito y ligero. El calor no puede ser excusa para vestir mal.
Permaneció en silencio unos instantes, inmóvil, mirando al director; luego bajó la vista al cenicero de plata que había sobre la mesa y se despidió.
Al día siguiente fue al colegio con su traje de paño gris marengo. Al principio, por la calle y en el tranvía, la chaqueta la llevaba doblada al brazo; era demasiado incómodo, se le escurría continuamente y, si la sujetaba más con la mano y contra el cuerpo, el brazo le sudaba y la prenda se le arrugaba; tenía que ir pasándose la cartera cada poco de una mano a otra. Decidió llevar la chaqueta puesta, en parte también por el temor a que se le cayera el billetero del bolsillo interior o la agenda y la pluma estilográfica del bolsillo de fuera. Aquel curso no pudo comprarse un traje de verano. Al siguiente, tampoco. Esperaba podérselo comprar el próximo.
La placa de la parada tenía el esmalte impecable, con el número de la línea de autobuses nítido. A lo lejos, todavía brillaban un poco los raíles de la antigua línea de tranvías, medio oxidados ya.
El autobús se acercó pegándose a la acera hasta detenerse paralelo a la cola, que se concentró ante la puerta sin desordenarse demasiado. Se oyó el resoplido del cierre automático y, bruscamente, las dos hojas de la puerta se plegaron abriéndose. La cola se convirtió en un apretado grupo que se atascaba y solo dificultosamente conseguía subir. Luis, cogido entre dos presiones laterales, permaneció unos segundos con el pie derecho en el estribo, casi en el aire, sin poder avanzar ni retroceder. Ayudado por la presión de detrás, logró apoyar el otro pie en el estribo. El ruido del motor se hizo más intenso, como si el autobús fuera a arrancar.
—Vámonos. Que nos vamos, señores, suban.
Con un resoplido cortado, la puerta inició el cierre y volvió a plegarse. Gran parte de los que esperaban en la cola renunciaron a subir. Luis notó en la espalda casi frescor, mientras el borde de la puerta le comprimía un hombro en un nuevo amago de cierre. Empujó al de delante, casi vencido por la presión que le rechazaba hacia fuera. El autobús arrancó despacio.
—¡Eh, que m’está pillando! —⁠gritó.
Otra vez se oyó el resoplido de la puerta, el autobús en marcha ya. En un esfuerzo final, Luis consiguió pasar el hombro, y la puerta se cerró tras él, desplegándose. Oyó golpes a su espalda. Por el rabillo del ojo vio a un hombre que corría junto a la puerta del autobús golpeando el cristal con el puño, despeinado, sudoroso.
—¡No te digo! Si hay qu’estarse aquí hasta mañana pa que suban tos. —⁠Se repitieron los golpes. Luis vio la cara del hombre, muy próxima, enrojecida por la furia y la carrera⁠—. ¡Pero si no cabe un alfiler, leche! —⁠El cobrador se había vuelto hacia la puerta. Luego, volviéndose a los viajeros que esperaban para pagar, dijo⁠—: Le hacen perder a uno la paciencia, no sé cómo se las arreglan. ¡Vamos, pisa’l pedal y el que venga detrás que arree!
—No s’endónde quien meterse —⁠dijo una voz de mujer, sobre la cabeza de Luis.
—Qu’espere a otro, que vendrá en seguida.
Una voz, a su izquierda, comenzó a murmurar: «Sí, sí, en seguida…», pero el ruido del motor aumentó. El hombre que corría se convirtió en una figurilla gesticulante, ridícula, que estuvo a punto de caer por un tropezón. Le perdió de vista y, al instante, oyó un frenazo estridente. El autobús continuó acelerando.
Iba todavía en el estribo, con la espalda aplastada contra la puerta. Tenía la cabeza a la altura de la cintura de un hombre: le dolía el cuello en su esfuerzo por evitar que el codo se le clavara en un ojo. Allí abajo, a tres escalones de la plataforma, olía a sudor de pies, y en los dientes notaba el rechinar del polvo que entraba por la rendija de la puerta. Un frenazo y un leve viraje brusco le permitieron adoptar una postura casi normal en el espacio repentinamente ensanchado.
—Pasen al pasillo, señores, hagan el favor, qu’está medio vacío. —⁠El cobrador, que se había levantado de su asiento, le entregó el billete a un viajero por encima de las cabezas. Volvió a sentarse⁠—: ¡Qué gente! ¡Tien sitio y s’empeñan en ir como sardinas!…
Hubo un ligero avance en la masa de viajeros que iban de pie cerca de la segunda plataforma. Luis pudo subir al segundo escalón de la puerta. Ahora tenía la cara casi pegada al hombro del de delante. Por encima de él pudo ver una perspectiva de nucas y perfiles de la que sobresalía un bosque de brazos asidos a las barras horizontales. Carraspeó y respiró ruidosamente, aspirando con ansia. Una fría lagartija de sudor le recorrió la espalda, y se estremeció encogiéndose a duras penas para separar la ropa de la piel. Notaba la manga izquierda de la chaqueta retorcida, la hombrera apelmazada y carnosa contra la oreja, como una compresa. Pasó, quizá desde la rendija de la puerta, una vaharada de aire quemante con olor a monóxido de carbono. A la derecha, junto a las ventanillas posteriores, navegando sobre las cabezas, iban dos almidonadas cofias de monja, cegadoras de blancura.
Detrás del cobrador, en el cajetín donde estaban los nombres de calles y el número del trayecto, se produjo un chispazo y una breve llamarada. Comenzó a salir humo y se extendió un agrio olor a quemado.
—Por el humo se sabe dónd’está’l fuego.
La voz fue recibida con una risa general.
—No es na, señores. Debe ser una bombilla qu’ha’stallao. Algún cable. No es na, señores, tranquilícense.
—Nos han puesto calefacción.
—¡Sardinas al martirio!
—¡Yo me bajo!
—Y yo, pero ¿por dónde?
—No, mujer, tú, quieta, tú, tranquilita. Si fuera algo, el cobrador no s’estaría ahí sentao, como si tal.
Alguien forcejeaba con una ventanilla, intentando bajar el cristal.
—¡Eh, oiga! —El cobrador se puso de pie⁠—. ¡Golpes, no, que la v’a romper!
—¡Que se rompa! ¿Por qué no baja el cristal?
—¡Tie razón el señor! —se oyó una voz de mujer⁠—. No hay derecho, vamos, con esa humarea del motor y, encima, el incendio ese…
—¡Está’stropeá, señora, por eso no baja!
—¡Pues que l’arreglen, coña!
Las cabezas se volvían hacia el lugar del que salía cada nueva voz, hacia la ventanilla, hacia el cobrador.
—¿Y a mí qué me dice? ¡Protes’t’usté arriba! —⁠replicó el cobrador.
Hubo un bandazo y un acelerón que callaron a todos; el frenazo inesperado que siguió hizo a la masa de viajeros inclinarse hacia delante, al tiempo que nuevos brazos se alzaban en busca de las barras y se unían, en sus manoteos de náufragos, a los que la sorpresa había hecho aflojar los dedos descuidados. La parada, quizá debida a algún inesperado rojo de semáforo, duró solo unos segundos, y en seguida se oyó de nuevo el motor acelerando, se repitió el vaivén del cambio de marcha, y nuevas vaharadas de aire caliente y humo envolvieron a los cuerpos traqueteados, sin aliento. Aminoró la marcha y se abrieron las puertas.
Habían llegado a otra parada. Luis sintió las manos de los nuevos viajeros en su espalda, empujándole con la misma violencia con la que él había empujado al subir. Notó algo duro en la rodilla izquierda, pero no llegó a hacerle daño. Miró hacia ese lado, y vio a un militar, un sargento. Las cofias de las monjas estaban ahora delante, a menos de un metro, y él se resistía ya a ser empujado hacia ellas. A su espalda rebullían los nuevos cuerpos en busca de esa mutua incrustación a que los obligaban día a día los transportes urbanos. Fue impulsado con fuerza irresistible, y su nariz se aplastó contra un brazo de mujer asido a la barra. Era un brazo desnudo, muy moreno. Consiguió separarse, giró un poco y, entonces, le llegó un olor a sudor al tiempo que descubría la axila afeitada. Casi no podía ver otra cosa. Fugazmente, en los momentos en que ella, hablando, volvía un poco la cabeza hacia alguien que él no podía ver, Luis vislumbraba el perfil de una boca con mucho carmín, el rabillo pintado de una ceja, los párpados azules, las pestañas pringosas con diminutos grumos de rimmel. Sobre el labio superior pudo distinguir, contra el sol que daba en un cristal, pelillos rubios con una pequeñísima gota de sudor cada uno.
—… y entonces va y me dice: Pili, estará usted contenta, ¿eh? Y yo le digo: ¿Contenta? ¿Cree usted que con lo que me han subido tengo para vivir? ¿Sabe lo que han subido las patatas?
La risa de la otra mujer le llegó primero como una vibración a su izquierda.
—¿Le dijiste eso?
—¡Mujer, ya sabes! Con esas mismas palabras, naturalmente, no, pero se lo dije, vaya si se lo dije… ¡Claro, como él es Don Gaspar y trabaja, si es qu’es trabajar lo que hace, en tres o cuatro sitios a la vez! Además, tiene acciones…
Por el túnel de cabezas y brazos, que empezaba en los pelillos rubios y sudorosos del labio superior de la mujer, probablemente secretaria, a la que habían subido el sueldo, y terminaba en el cristal de una ventanilla, Luis veía pasar fachadas de edificios, ventanas y ventanas, balcones de hierro, balcones de piedra:
COMPAÑÍA DE SEGUROS - una cariátide - VETERA - un autobús de dos pisos en dirección contraria: SABIENDO IDIOMAS (el mundo es suyo, recordó) - Un camión con un gran caballete cargado de cristales y espejos en los que vio la parte alta de su propio autobús y un trozo de cielo con nubes - OKAL - El gigantesco emblema del yugo y las flechas (Un autobús es una unidad de destino en lo municipal, pensó) - Una bailarina flamenca - Un cartelón de cine con una pistola descomunal, recién disparada, humeante todavía - TODOS…
—No —dijo la otra mujer contestando a algo a lo que él no había prestado atención.
—Pero ¿es que no se puede abrir ninguna ventanilla? ¡Cobrador! —⁠se oyó en la parte de atrás⁠—. ¡Aquí se está quemando algo!
—¡Otro! —dijo un hombre. Fue un «otro» especial, con un leve retintín de cachondeo castizo y sadomasoquista que provocó, instantánea, irresistiblemente, la complicidad de un coro de risas.
—¡Inocente! —reforzó sin necesidad ni gracia otra voz.
—Está’stropeá, caballero. ¿No l’oyó antes?
—He subido en la última parada. Pero ¿por qué salen al servicio los coches estropeados?
El cobrador golpeó la mesita con una columna de monedas envuelta en papel.
—Eso dígaselo usté a los téznicos, a mí no me tie que decir na.
—¿Cómo que no? ¿Voy a tener que ir a decírselo a la compañía?
—Por mí, pue usté decir misa.
—De cachondeo, nada, ¡eh! No se ponga a decir tonterías.
—Si es qu’es verdá —dijo una voz de mujer⁠—. Con la humarea qu’arma ese motor…
—El único que aquí dice tonterías es usté…
—¡Halaaa! ¡Sin faltar, hombre, sin faltar! ¡No echen las patas por alto!
—¡Usted sí que las dice!
—¡Venga, venga, no vayan a liarse por nada, que no es para tanto! Este hombre no puede hacer nada ahora…
—¡Y que lo diga! ¿Qué culpa tengo yo? A mí me dicen: A salir con el coche. ¿Y qué voy a hacer? Pues salgo.
—Bueno, será mejor que me calle, porque si no…
—No se preocupe, que ya subirá otro en la próxima parada que proteste por usted.
Las risas, desganadas, fueron interrumpidas por una curva, que el autobús tomó a demasiada velocidad. Luis, que había podido sujetarse a tiempo a la barra, fue el único cuerpo de su zona que se mantuvo casi vertical.
—Este conductor es genial: cada vez que se arma jaleo, lo resuelve con un bandazo o parando en seco, como antes.
Luis aprovechó el desahogo para avanzar un poco y pagar. La secretaria había pagado ya y seguía hablando con su compañera en el pasillo, cerca de la plataforma central. Al intentar avanzar un poco más, prensado de nuevo entre los otros cuerpos, se detuvo: una esquina dura se le había clavado en el cuello, cerca de la oreja izquierda. Antes de volverse ya sabía lo que era: una cofia de monja.
—Me venden el piso, chico.
Lo dijeron a su espalda. Ante él notó un removerse de varios cuerpos, y las cofias de monja desaparecieron hundiéndose; una mujer y un hombre se alzaron ocupando el sitio que habían dejado las monjas. Entre los cuerpos, vio ahora la blancura de las cofias sobre el respaldo de un asiento doble.
—… sacar dinero de donde sea, no sé, porque lo qu’es ahorrar del sueldo. Llevo treinta años trabajando y no he podido ahorrar ni un céntimo.
—El médico —oyó a su espalda.
—Ah, ya.
—No, no: el otro.
—Aaah, ya decía yo, claro, qué tonta.
Se dio cuenta de que la cartera le colgaba de la mano derecha. Movió los dedos para despegarlos unos de otros y del asa. A continuación la cambió de mano y se agarró a la barra con la otra. Sintió el frescor del metal en sus dedos martirizados, con aristas. Cerró los ojos.
(—… del veraneo, este año habrá que despedirse, porque la ropa se ha puesto por las nubes. Y los alquileres, no digamos. Ah, oyes, ¿pero tú sabes cuánto me pedía el alemán?).
(—¿Cuánto me pagará? —le preguntó al director. No era culpa suya el haber entrado fumando en aquel despacho).
(—… que parece que todos los chalets se los están comprando los alemanes).
(Le había llamado él asomándose al pasillo. Acercó la mano al cenicero de plata y, por primera vez, dejo caer en él un diminuto cilindro de ceniza).
(—Pero no hay nada que hacer, nada, te lo digo yo, esto no tiene arreglo).
(—Como es usted licenciado en Química, dar las matemáticas no le costará trabajo; al fin y al cabo, está más cerca de lo suyo que la Historia… Solo serán tres horas más a la semana…).
(—Progresar, progresamos, hombre. Esto antes era una línea de tranvías renqueantes.
—Pero los tranvías no echaban humo).
(—¿Cuánto me pagará? Es lo único que me importa. Estoy comprando un piso y me caso el año que viene).
(—Donde esté un autobús, que se quite un tranvía).
(—Hombre, enhorabuena).
(Oyó la cifra. Aplastó el cigarrillo casi entero).
(—Y los antibióticos, que te cuestan un riñón, como yo digo, que no se sabe si es mejor el remedio que la enfermedad).
(—Daré las matemáticas también).
(—No, nunca, en mi vida, te lo juro, te lo puedo jurar. Como tú quieras, sí).
(—Daré las matemáticas también, de acuerdo).
El día no se había nublado: era un hombre alto que se había puesto delante de él. Un bandazo del autobús le arrojó hacia un lado y el sol volvió a darle en los ojos, cegándole. Pudo avanzar un poco girando para pasar al otro lado de la barra. Volvió a cambiar de mano la cartera. El autobús estaba frenando.
Apenas se había puesto en marcha tras la parada cuando se oyó una voz en la plataforma trasera. —¡Cobrador! ¡Esta ventanilla no se puede abrir!
—¡Otro! —dijo el gracioso.
—¡Inocente! —reforzó el aprendiz de gracioso entre las risas.
Desde donde estaba, a la entrada del segundo pasillo, Luis solo podía oír los gritos, las risas, fragmentos de frases. Pero una palabra del cobrador o de algún viajero le bastaba para imaginar el resto. Alguien le tocó en el hombro al tiempo que oía su nombre. Era un compañero de estudios. Se saludaron por entre las cabezas; los cuerpos que los separaban se esforzaron por apartarse para facilitar su reunión.
—Ya ves, como siempre.
—Ten cuidado con las monjas —⁠le susurró.
—¿Qué tienes contra la Iglesia?
—Pues que más de una vez han estado a punto de dejarme tuerto con la punta de una cofia. Para bajarse tienen que pasar a tu lado.
—Bueno, ¿y tú?
—Bien, tirando. Dando clases. ¿Tú no dabas clases también?
—Sí, pero solo al principio. Era una pérdida de tiempo. Ahora me han concedido una beca para los Estados Unidos. Me voy en septiembre. Quizá me quede allí como profesor luego. Cuatro años de opositor son demasiado. Estaba harto. Y mi padre también estaba harto de darme dinero.
En la plataforma posterior, la discusión arreciaba. Con el autobús detenido en una nueva parada, los gritos e insultos, más violentos que las otras veces, le llegaron con claridad por unos momentos.
—Aprovecha y pasa adelante.
Avanzaron por el segundo pasillo. Era imposible no leer el cartel que había enfrente: PROHIBIDO HABLAR CON EL CONDUCTOR.
—Oye, ¡si es mi parada! Me bajo aquí. Adiós.
—¿Tomas siempre este autobús?
—Sí, todos los días. A esta hora. ¿Y tú?
—Solo de vez en cuando. Ya nos veremos.
Una mujer gritó en la plataforma trasera. Luis estaba bajando mientras el cierre neumático de las puertas resoplaba ya. Se volvieron a plegar para dejarle paso. El conductor se había levantado y miraba hacia atrás.
—Pero ¿se pue saber qué coños pasa ahí? —⁠fue lo último que oyó.
Se volvió a mirar. Con ademanes bruscos, el conductor se sentó, maniobró las puertas, metió la marcha violentamente y el autobús arrancó de un tirón.
A través de los cristales de la ventanilla trasera, Luis vio brazos levantados agitándose, y, por encima de todos, la silueta del cobrador, de pie, gesticulante. El humo del autobús acelerando parecía un rabo peludo.